El (secreto) orgullo de ser (y sentirse) colombiano

Ese día no importó tener invitados de todo el continente...
Ha sido un proceso paulatino e imperceptible. Es más, si Usted le preguntara a un internauta, forista o bloguero que confesara haber nacido dentro de estos 1.141.000 km2, con mucho gusto le echará pestes de lo jodido que es vivir en este muladar, este "maldito país, cuya única tradición son los errores", para expresarlo en la inmortal frase del dúo De Francisco-Moure. No faltaba más, es casi obligatorio rajar del propio terruño, sea uno francés, estadounidense, mexicano o serbio. El nacionalista satisfecho es visto con suma desconfianza hoy en día, de una vez se le tilda de extremista, sin fórmula de juicio.
Coat of arms of Republic of Colombia.Image via Wikipedia

Quejarnos de nuestro país es tan... tan de rebeldía, sin que nos ocurra pensar nuestros padres ya rajaban de lo mismo. Y es que nunca han faltado motivos, pero sin duda como nación vivíamos bien acomplejados. ¿No me creen? Cinco palabras: la década de los ochentas. Quien tenga una revista Semana de la época podrá dar fe de ello: una reseña de un grupo de rock colombiano en la que sus miembros (rumbo a USA), preguntados de si grabarían en español o en inglés, contestaron lapidariamente: "¿Rock en español? ¡Eso es como cantar vallenatos en latín!". Inmortal declaración, justo en el momento en que empezaba a despegar el rock argentino, y la movida madrileña estaba también en gestación.

El Dorado (Aterciopelados album)Image via Wikipedia
Una aproximación diametralmente opuesta tampoco exonera a Kalarká, otro olvidado grupo de rock colombiano, que formó parte de la primera oleada (fallida) de los ochentas. Pioneros con el Génesis colombiano de la fusión, y vestidos como indios de la amazonía, escogieron una imagen un poco desafortunada para divulgar su música (más sobre esto después).

Los años ochenta representan el fin de una era, la del colombiano servil e ignorante ante todo lo que oliera a extranjero, comparado con una nueva era, la del colombiano altanero e ignorante, que en secreto se siente de mejor familia que buena parte del vecindario en que le tocó vivir. Una era en que nuestro equipo de fútbol era la selección de Brasil, en la que todo un presidente era capaz de pisotear el protocolo y la dignidad del cargo para esperar en el Aeropuerto El Dorado a su artista favorito. En que al presentar una película de vaqueros ya envejecida era vendida como "logro del pueblo colombiano". Tiempos en que éramos incapaces de pensar lo suficientemente en grande como para hacer un mundial de fútbol, mucho menos para adoptar la televisión a color, más por falta de opciones (y de repuestos) que por convicción. Donde todos los baladistas colombianos debían cantar en traje de gala, pero cualquier hijo de papi bueno para nada desocupado con ínfula de artistas, llegaba con jeans y zapatos tenis sucios a descrestar jovencitas, sólo porque tenía el acento extraño.

Con una guerrilla inepta, que después de casi treinta años era incapaz todavía de acercarse un poco más a la toma definitiva del poder, con un estado igual de inepto, digno rival que era incapaz de derrotarla de una vez por todas tampoco. El dinero del narcotráfico llevó la ineptitud y la corrupción a otra escala, pero de alguna forma también hubo quienes nos enseñaron cómo eran que se hacían las cosas.

Aunque tuvimos efímeros y fugaces triunfadores antes de ellos, "Cochise" Rodríguez y Pambelé nos enseñaron ya en los 70's que era triunfar en grande. Luego vino García Márquez con el Nóbel del '82, y las hazañas de los "escarabajos" en un deporte extraño en la amalgama que hace de individualidad y conjunto: el ciclismo. La selección Colombia de fútbol que fue a tres mundiales consecutivos, Joe Arroyo, Niche, Guayacán, Carlos Vives, Shakira y Juanes terminaron de transformarnos. La selección de Maturana y el Pibe nos mostró por fin de que éramos capaces de triunfar como un colectivo.

Los Aterciopelados, en su primera y a mi modo de ver mejor etapa, abrazan la cultura popular como propia, en una movida que predaba el advenimiento de la onda hipster; todo el que trinfó musicalmente en los noventa, de alguna forma hurgaba y adoptaba algo de la identidad nacional; en forma sincera o irónica, pero lo hacía.

Es indudable que el final de la década de los noventa produjo un efecto traumático en todos (los emigrantes colombianos en el mundo pasaron de 4 millones). A mi nunca se me olvidó la pobre señora a la que extorsionaron poniéndole un collar-bomba. Las "pescas milagrosas". Aquí nunca ha habido paz, pero después de la época del terrorismo demencial del Cartel de Medellín y el desmantelamiento por las buenas o por las malas del Cartel de Cali, las cosas se agravaban una vez más. De allí, de esa crisis se gestó lo que vivimos ahora, con una nueva ola de violencia más la sempiterna corrupción, ahora magnificada; pero esta vez nos transformamos. En este año del bicentenario, por mucho que lo nieguen, muy en el fondo nos sentimos orgullosos (de alguna manera), de ser colombianos.
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