La muerte del Mono Jojoy vista por sus simpatizantes II
Como quiera que la libertad de expresión nos permite saber que hay quienes con lirismo pintan al finado “Mono Jojoy” como un romántico héroe revolucionario, nuevamente decidí equilibrar la cosa trayendo al blog, sin permiso de El Heraldo, un testimonio de un ex subordinado del más eximio militar de las farc. Aunque para ser honestos, más parece una víctima más de “Jojoy” que otra cosa. La comparación con Osama Bin Laden no resultó tán folclórica después de todo, tal parece que quien quedó debiendo fue el líder de Al Qaeda.
“Jojoy en combate se encomendaba al diablo”
Por Laura Marcela Hincapié*
“¡Ejecútenlo!”, gritó Jojoy refiriéndose a mí. Tragué en seco. Que me mate cualquiera menos él, pensé. Su mirada, tan macabra, parecía haber leído mi mente. Se acercó y me jaló con sus manos gordas. Sudaban. Sufría de fiebre homicida. Al jefe le gustaba degollar. Decía: para qué gastar los tiros si se pueden utilizar las manos. Parece una película de terror, lo sé. Así era él.
Estaba furioso. Yo me había tirado un entrenamiento de guerra. Era una mañana de 1996 y nos estábamos preparando para una toma. No me pregunte dónde. Teníamos que quedarnos debajo del lodo sin movernos. Pero el ardor de una llaga que tenía en el brazo me hizo desafiar el enojo de ese demonio. Me levanté. Tenía paludismo. Sentía como si un gusano se me comiera la carne.
“¿Así es que nos vas hacer matar en combate? Toca darle a este hijue....”, ordenó apretando los dientes. Hasta pedirle perdón me dio miedo.
El comandante Jaime, que había estado conmigo en el Cauca, intercedió. Habló de lo efectivo que era yo armando explosivos (con latas, gasolina, lo que fuera). Insistió. Y pregonó lo bien que yo cocinaba. Le dio en el punto al hombre que se derretía por las costillas, los fríjoles y la colada. A aquel que ponía a cargar una vara hasta dos meses a un guerrillero que se le quemaba el arroz o metía las manos a los bolsillos mientras cocinaba. La buena sazón me salvó del infierno.
Entonces fue ‘generoso’: ordenó que me amarraran los brazos y los pies a un palo que tenía una cuerda verde que cada vez que me movía me quemaba la piel. Así permanecí tres días. Así conocí al temido rey de las Farc.
Al otro lado del teléfono casi que puede escucharse el corazón de Juan. Está a más de 200 kilómetros de distancia de Cali (Pereira), pero el horror es veloz. Hace tres años dejó la guerra que lo atrapó cuando aún era un niño.
Su encuentro con el Mono Jojoy fue a los 31. Del Cauca lo enviaron a un entrenamiento de guerra en el Caguán. Los cursos, que parecían verdaderas torturas ideadas por el hombre dado de baja en la Operación Sodoma, duraban seis meses.
Pasaban días y noches bajo la tierra, con una comida diaria y respirando por un tubo de plástico. Vivían como gusanos. Juan hace una pausa. A sus 43 años el solo recuerdo de ese hombre todavía lo asusta. Pero, luego, recuerda que Jojoy ya está en el infierno.
El ‘Dios’ ateo. Cuando matábamos soldados, se ponía contento. Como un niño cuando gana el año. Lo disfrutaba. Me molestaba su soberbia. En esa época, cuando gozaba de un bálsamo de poder el Mono hablaba mucho. Nos reunía varias veces para conversar. Su lengua, como la de una serpiente, se movía de un lado al otro. Caminaba en una misma línea, con las manos hacia atrás. Nos recordaba que frente a un ataque del Ejército había que llegar hasta el final. “No podemos rendirnos. Tienen que ser guerreros. No hay compasión en el combate”, repetía.
Pensaba que era el dueño del mundo. Un dios que no creía en Dios. Cuando nos dirigíamos a una operación nos pedía encomendarnos al diablo, según él, era su protector. Le causaba gracia la religión. “¿Dónde está Dios? Si lo veo, nos vamos a jugar fútbol”, decía con una risa burlesca. Su ego se inflaba como su barriga. En ese momento todos éramos ateos. No se le podía contradecir. Con cobardía celebrábamos aquellas vulgaridades.
A veces sonreía. Cuando participábamos en tomas y dábamos de baja a soldados parecía un toro picado. Saltaba como un niño. Nos felicitaba. Algunas veces nos llegó a abrazar. No importaba que fuéramos hasta 300, en los días de victoria se mataban docenas de vacas y marranos. La fiesta podía empezar a las 6:00 p.m. y terminar a las 3:00 a.m. ¿Que si bailaba? Claro, esa figura de carnicero se movía como gelatina con el vallenato. También le gustaba la música llanera, pero esa sólo la escuchaba.
Era amplio con la comida. Le gustaba que todos nos saciáramos como cerdos, ninguno menos que otro. Pero eso sí el whisky sólo era para él. Por eso me sentí halagado aquella vez: estábamos con mis compañeros en la zona de La Macarena y celebrábamos mi cumpleaños. Con esos pasos de animal grande se acercó. Me puso su mano pesada en la espalda y me regaló un trago de la bebida sagrada. Estiró los labios como haciendo pucheros, esperando mi agradecimiento. Solté un carcajada nerviosa. Bogué como un caballo. Me supo a gloria.
No quiere dar muchos detalles de lugares y fechas. A Juan todavía lo persiguen los temores de la guerra. Sólo cuenta que batalló en los frentes 8 y 29. Que recorrió Caquetá, Tolima, el Valle. Su trabajo ahora es construir, además de una nueva vida, casas en los campos de Pereira. No gana mucho, pero lo acepta como el precio de aquella libertad que recuperó en marzo del 2007. Hasta ahora, prefería ocultar su pasado diciendo que sólo fueron tres años en el monte. Pero la muerte del jefe guerrillero parece haberle despertado la necesidad de decir la verdad esta vez: fueron 29 años de combates. 29 años en los que nunca vio tanta maldad como en los ojos de Jojoy.
Ostentaba un instinto mercenario. Teníamos que mirarlo fijamente porque sino decía que le estábamos mintiendo. Como unos maniquíes. Sin parpadear. Así nos quedábamos. Siempre diciéndole señor, jefe o, si mucho, camarada. No le gustaban las confianzas.
Mantenía impecable. Era ordinario, pero muy limpio. Cuando no tenía el uniforme y la boina, usaba una sudadera azul que le hacía juego con una chaqueta. Y el fúsil, parecía pegado a la piel. Si veía que alguno de los guerrilleros dejábamos las armas por ahí tiradas la cantaleta era eterna, a algunos los amarraba. “Cuando lleguen a cogernos entonces de dónde se van a agarrar”, recitaba.
* Cortesía El País de Cali
EL GUERRILLERO MURIÓ HUMILLADO
Nunca pensó en un diálogo de paz. La fiera, que se creía invencible, siempre quiso tomarse el poder a la fuerza. Él vivía convencido de su capacidad militar. Era como un Osama del campo, aunque, no dudo, más sanguinario. Cuando nos iba mal en los enfrentamientos con el Ejército se volvía insoportable. Recuerdo sus palabras: “¡Dormidos! Cuando cojan a esos hijue... hay es que quemarlos vivos”. Creo que a lo único que le temía era a la extradición.
Nos decía que si eso pasaba, la orden era matar uno a uno a los secuestrados. Nuestro último diálogo fue un día en Caquetá. Estaba cerca de él y unos helicópteros empezaron a rodear la zona. Hice el amague de correr. Me regañó. “Eso es lo que los mata a ustedes, salir como locos”. Torció la boca y con el dedo señaló hacia arriba. “Si quiere salvarse hay que quedarse quieto”. Como siempre, sólo pude decir: sí señor. ‘Jojoy’ soñaba con el honor de morir en la lucha. Hombre a hombre. No había día que no nos recordara que caer en un bombardeo era vergonzoso para ‘un rambo’. Hoy, sé que murió humillado.
Por considerarlo de interés general, reproduzco sin permiso ésta entrevista –testimonio.
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